Una dura lección: no siempre ganan los mejores

Los profesores no sólo impartimos lecciones a diario, sino que a veces también las recibimos. Estoy hablando de esos momentos en que crees que te vas a comer el mundo, pero la realidad, o cualquier otro poder fáctico, organización o criterio, te da una bofetada y te pregunta: ¿Pero tú dónde ibas con eso, alma de cántaro?

Los que pensáis que los jóvenes de hoy en día sólo piensan en emborracharse y ligar, en drogarse y ver la tele, y en lo difícil que debe ser encerrarse con ellos en un aula, si bien no andáis del todo desencaminados, no acertáis completamente. El futuro y el presente, la política, sus vidas, lo que pasa… todo eso les preocupa. Por suerte, imparto una asignatura genial para captar todo eso, las Ciencias Sociales.

Pues bien, los alumnos de 2º de bachillerato decidieron coger el toro por los cuernos y dejar de preguntarse ¿Qué podemos hacer? o ¿Quién lo hará? Dejaron de reflexionar y se pusieron manos a la obra: había que tomar el poder y tenían que hacerlo ellos. Lo harían en Carnaval.

Escogieron como leitmotiv los revolucionarios españoles de 1936, concretamente las milicias obreras antifascistas, por ser la experiencia temporal más cercana en tiempo y espacio con un éxito relativo. En medio de un temporal de exámenes que se prolongó hasta la misma mañana de su revolución, prepararon banderas rojinegras, propaganda, dos discursos, el vestuario, una canción original y un repertorio de canciones revolucionarias.

El mismo espíritu de combatibidad, triunfo y exultante optimismo que invadió las calles de Barcelona en julio de 1936 se desparramó por los pasillos del instituto aquella mañana del 28 de febrero. Un rápido e insuficiente repaso de las letras, una charla motivadora, una música épica de fondo y una pequeña barricada y ya estaban listos para la revolución. Salieron en tromba de su aula, como una marea imparable. El llamamiento a la fiesta y a la conquista del poder se difundió con gritos, música en directo y carteles entre el resto de compañeros. Por el camino, los profesores éramos objeto de una simpática burla inofensiva sobre nuestras virtudes y defectos, a modo de divertida subversión contra el poder cotidiano. Se cantó también contra el gobierno y los corruptos que ensombrecen su futuro académico y hunden la educación.

LLegaron hasta la dirección, ante quien leyeron la primera de las proclamas revolucionarias que al grito de ¡NI DIOS, NI AMO, NI TUTOR! dejó claras sus intenciones: Disolver los órganos de gobierno, igualar a todos los miembros de la comunidad educativa y colectivizar el centro. Todo ello bajo la creencia firme de que existe un mundo mejor que aquel dominado por el consumo de masas, la tiranía de la imagen y los prejuicios raciales, sociales o económicos.

Luego llegó la batalla. Uno por uno, todos los grupos que habían preparado una comparsa mostraron lo que sabían hacer. Todos hicieron un playback. ¿Todos? No. La comparsa revolucionaria de 2º de bachillerato no era como las demás. Ellos salieron armando un festivo escándalo, apilaron sillas y mesas, pusieron un fondo músical inspirador y leyeron un nuevo discurso, esta vez dirigido a todos los alumnos: se acabó la inmunidad del profesorado, la pasividad del alumno-oyente, la producción en masa de alumnos idénticos, el fracaso y la obediencia. Abracemos la igualdad, la actividad del alumno-productor, las inteligencias emocionales, sociales, artísticas y críticas y la libertad para decidir cómo, cuándo, dónde y qué aprender.

Al acabar su lectura dieron paso al  recurso en el que habían depositado todas sus esperanzas de triunfo: aquellas simpáticas burlas inocentes convertidas en canción. Se dice que entre el público más de uno coreó con ganas las rimas y sus destinatarios rieron con ganas y buen humor.

La confianza era total, estaban seguros de su victoria porque nadie había sido tan original ni arriesgado. Puede que a alguno se le pasara por la idea aquello de la piel del oso y la consabida transacción comercial, pero si así fue no lo manifestó en voz alta.

La espera fue larga y muy tensa. Unos se entretenían bailando, otros cantando. Unos tomaban fotos y otros iban de aquí para allá conversando. Finalmente, el tribunal apareció con el veredicto. La victoria fue para Grease. Original, ¿No? Era como si los valores contra los que se habían manifestado los alumnos les hubiesen pasado por encima. ¿Cuál es la moraleja de Grease? Cambia para ser aceptado por los demás. Es el mismo discurso de siempre: haz como la mayoría, no seas diferente.

Así que, después de haberse puesto en contacto con un sindicato anarquista, haber leído teoría del anarquismo y haber realizado dos documentos, haber rebuscado en la memoria del cancionero anarquista y revolucionario español, haber buscado imágenes de las milicias obreras y haber elaborado la letra de una canción desde la nada, el resultado fue la derrota.

En positivo queda que, después de todo, se ha realizado  una experiencia muy gratificante, tanto para el docente como el alumno. Una experiencia que con algunos arreglos de cara al futuro puede generar una unidad didáctica y práctica de aprendizaje significativo donde el alumno se convierte en promotor y creador de conocimiento.

La revolución se posterga ¿Hasta el año que viene?

Jugar a rol es anarquista

Puede resultar chocante y seguramente nunca hayamos reparado en ello, pero creo que es así. Llegué a esta conclusión recientemente a partir de dos hechos concretos. Uno,  la lectura de Anarquía en acción (muy recomendable si os interesan las formas de organización, trabajo y vida, factibles y nada fantasiosas, alternativas a las actuales). El otro, lo constituyen la batería de preguntas de mis alumnos en torno a la existencia y práctica de modelos sociopolíticos. Así que, como se desprende del libro y otras experiencias descritas en internet, los instrumentos para cambiar la sociedad ya están aquí, no es necesaria una revolución, sino un uso adecuado de los mismos. Entonces llegué a la conclusión, quizás un tanto peculiar, de que los juegos de rol y de mesa son potenciales ejemplos de organización anarquista y de ocio no consumista, en que mis alumnos podían observar a pequeña escala esos modelos de organización de los que hablaba antes. ¿Por qué?

Porque es una actividad lúdica en la que se participa y juega de forma totalmente voluntaria. Estas actividades parten de la libre asociación de los individuos al margen de cualquier control gubernamental o de otro tipo. Es decir, cada jugador o grupo es dueño de su ocio. Asistimos, de este modo, a la puesta en práctica de los principios de asociación y federalismo propios de los movimientos libertarios ¿Quieres jugar? Pasa. ¿No te gusta el juego o cómo jugamos? ¡No hay contrato de permanencia! Por eso a Vodafone,  Telefónica y Orange no les gustan los juegos de rol.

Porque la oferta de juegos es tan amplia y el control que puede ejercer un máster o una empresa sobre cada jugador es tan limitado que escapa a la etiqueta de entretenimiento para las masas. Un pequeño grupo de jugadores puede centrar su interés en una temática totalmente invisible para la gran mayoría de la sociedad, al margen de modas o intereses económicos, de igual manera que pueden no hacerlo. En cualquier partida de rol el desarrollo es bidireccional. Se necesita el planteamiento de una situación o pregunta (Un testigo de Jehová de nivel 5 aparece ante tu puerta: ¿Qué haces?) y una respuesta libremente escogida (Uso mi Fuerza para mover el mueble de la entrada y bloquear la puerta) que facilita la continuación de la historia o la trama. Somos los protagonistas, creamos nuestra ficción de calidad. Por eso a Telecinco y Antena 3 no les gustan los juegos de rol. Ni la calidad.

Porque el grupo de jugadores es dueño de su propio tiempo y ritmo, sin que nadie les imponga cómo y en qué gastarlo. Los jugadores deciden cuándo quedar y cuánto jugar en función de sus posibilidades y disponibilidad. A eso lo llamamos autogestión, en este caso, de nuestro tiempo. Por eso a los Hombres Grises de Momo no les gusta.

Porque hay muchas maneras de jugar: en vivo o alrededor de la mesa, con dados o sin ellos, con una historia elaborada o sobre la marcha, con máster o sin él, con un sistema u otro. ¡Es todo un desafío intelectual, plural y de posibilidades casi infinitas! Por eso a los que compraron el libro de Belén Esteban no les gustan los juegos de rol.

Porque cada jugador puede ser durante la partida quien quiera ser y como quiera ser. Es un entretenimiento que prioriza el ser sobre el tener. Evidentemente esto sucede dentro de unos límites dictados por el sentido común y las normas libremente aceptadas. No, no puedes ser un pony rosa con lanzallamas si estamos jugando a La llamada de Cthulhu, pero puedes ser un detective duro de pelar, una intrépida periodista o un político español corrupto. Tu personaje puede tener los vicios que no tienes, el valor que te falta o la fuerza de la que careces. Puedes interpretar a demonios, vampiros, hombres lobo o personas de religiones ajenas a ti. Por eso a tu abuela, que es poco tolerante, y al obispo no les gustan los juegos de rol.

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Marx agitando los dados antes de sacar un crítico en la tirada que le permitió expulsar a Bakunin de la Primera Internacional

Y, finalmente, porque nadie manda. ¡Eh! ¿Y el máster? Como dijo Bakunin (palabrita del niño Jesús) después de jugar a rol en una reunión de la Internacional  y escuchar las experiencias de otros representantes obreros: «cada uno dirige y es dirigido a su vez. Por tanto, no existe una autoridad invariable y constante, sino un intercambio continuo de autoridad y subordinación mutua, temporal y, sobre todo, voluntaria». ¿Cómo te has quedado? Por eso a Marx, Lenin y Stalin no les gustaba jugar a rol. De hecho, Stalin deportó a Kamchatka a un nutrido grupo de roleros que desarrollaron una sociedad libertaria basada en el intercambio de puntos de experiencia.

Así que, por todo lo expuesto, quedan patentes varias cosas: la primera es que nunca seré rico, la segunda es que en la próxima guerra civil me fusilan, la tercera es que cualquier día un padre buscará en google «los juegos de rol matan» y «el anarquismo es ETA» y saldré en las noticias, y la cuarta y última es que jugar a rol es anarquista.

Dudando del sistema de enseñanza

Anarconatxonalisme2No soy pedagogo, ni ministro, ni el peor ni el mejor de los profesores, pero debo ser un hereje porque «la duda es la semilla de la herejía». Y yo he dudado: he dudado del sistema educativo, he dudado de mi función y del papel que desempeño en sociedad, he dudado de los métodos que aplico y de los que aplicaron mis profesores para enseñarme, he dudado de mi efectividad y de los planes de estudios. Y como dudo, leo y experimento. Libertari@s, Elogio del anarquismo y La (A) en la pizarra, me han hecho pensar. Vamos, que en la próxima guerra me fusilan fijo.

Así que me arremangué, cogí el portátil, el rotulador, la libreta de notas y el libro de texto y entré en el aula de 4º ESO C, donde me estaba costando trabajar con normalidad.  Había decidido dar un giro radical al proceso y para solucionar el problema estaba decidido a renunciar a mi autoridad como profesor. La verdad es que, pese a sumergirme en un experimento que no sabía hacia dónde me iba a conducir, la experiencia ha sido realmente muy satisfactoria y extremadamente interesante.

Lo primero que constaté fueron las dispares reacciones de los chavales:

Un grupo, no muy numeroso, decidió aprovechar la oportunidad para no hacer nada, hablar de sus cosas y juguetear entre ellos. Los gamberretes de siempre. Algunos dirán que evidentemente, si no hay dirección, hay descontrol. Pero alumnos que no hacen nada en absoluto, alumnos-mueble los hay en todos los grupos y en todos los centros. Otros, más que los anteriores, decidieron colaborar para hallar la respuesta a las preguntas que debían contestar y corregir, intercambiaban sus opiniones y aportaban ideas para consensuar una respuesta colectiva. Otros, inicialmente la mayor parte, mantuvieron el rol pasivo de cada día, esperaban que alguien les diera la solución correcta sin necesidad de pensar. Algunos pocos se estresaban ante el cambio de sistema.

¿Y acaso no es eso lo que nos pasa a todos? Unos pocos aprovechan el sistema en beneficio propio y perjuicio de la comunidad. La mayoría espera que alguien les haga el trabajo. Otros pocos aportan soluciones y trabajan en beneficio de la comunidad, porque eso repercute en su propio beneficio, o quizás al revés.

Nadie parecía estar satisfecho con el experimento. Aquello era un jaleo y, lo peor de todo, no había nadie que les dijese lo que estaba bien y lo que estaba mal porque no eran capaces de confiar en su propio criterio. Llegado un momento, decidieron someter a votación el regreso al Antiguo Régimen, el sometimiento a la voluntad del profesor, renunciar a su nueva libertad. ¡Vivan la cadenas! Gritó uno de los promotores de la idea.

Tuve que intervenir para reconducir la situación. Ninguno parecía interesado en explotar la nueva situación. Lo más fácil parecía lo que habíamos estado haciendo hasta el momento.

– ¿En serio vais a renunciar a lo que os hace humanos? ¿A vuestra capacidad de decidir? ¿A vuestra libertad? ¿Tanto miedo tenéis? Os veo y no os reconozco…

– ¡Tampoco es eso! Pero si lo dices tú acabamos antes y seguro que estará bien.

– ¿Así que es ese el problema? ¿No confiáis en vuestra capacidad de comprensión y reflexión? ¿Tanto os costaría hacer un intento?

Las cabezas empezaron a funcionar.

-¿Qué tal si apuntamos las respuestas en la pizarra y vemos cuál nos gusta más?

– Mira, eso es una idea. Vamos a probar.

Y funcionó. No fue rápido, no fue silencioso, y no gustó a todo el mundo, pero tampoco antes sucedía. Todo esto, y corregir dos actividades nos llevó una sesión. No está mal para un viernes a última hora de la mañana.

El lunes siguiente volví a entrar en clase en el mismo plan.

– ¿Qué queréis hacer?

-¿Podemos votar dormir?

-Claro que sí, ¿Por qué no?

A algunos les brillaban los ojos: ha dicho que podemos dormir. Las votaciones parecían claras: mayoría de dormir, minoría de trabajar.

– ¿Y que va a pasar con los que dormimos? ¿Nos afectará de alguna manera?

La alegría inicial se desvanecía. La opinión había vuelto a cambiar. Todo eran dudas. No sabían qué hacer. Temían represalias. Y así, tras unos minutos de revuelo, la mayoría tomó la decisión de trabajar. Lo único a lamentar fue que tuve que pedir amablemente a 6 alumnos que abandonasen el aula, pues no dejaban ejercer en libertad el derecho del resto a trabajar.

Una vez pacificado en ambiente la dinámica  fue positiva. Los alumnos consensuaron una respuesta a las preguntas que teníamos que resolver (¿Qué significa el concepto soberanía popular? ¿Qué diferencias hay entre liberalismo y democracia?) y eso llevó a constatar que la política (¡Eso es un rollo!) en realidad les interesa mucho, pero nadie se ha parado a pensar en ello ¿Por qué el día a día no es así? ¿Por qué no se pregunta a la gente lo que quiere? ¿Por qué siempre mandan los mismos? ¿Qué es la anarquía? ¿Y el comunismo? ¿Se puede vivir sin dinero? ¿Qué necesitamos? ¿Qué nos dice la tele? Y así hasta que sonó el timbre, un alud de preguntas incesante.

Después de esto ya no me creo, como pensaba antes de empezar a enseñar, que en absoluta libertad un alumno escogería no trabajar. La curiosidad innata en el ser humano les llevaría a aprender. El problema es que querrían aprender aquello que a algunos diseñadores de planes de estudio no les interesa que se aprenda. ¿Verdad?

¿Qué podemos esperar del alumno que lleva años, toda su vida académica, contestando preguntas simples cuya respuesta está destacada en negrita en el libro de texto? ¡No vaya a ser que se pierda! ¿En qué habrá mejorado eso sus capacidades si llegados a 2º de bachiller no son capaces de hallar las ideas fundamentales de un texto que, atención, no tiene nada destacado en negrita. ¿De qué le servirá repetir este proceso una y otra vez en quién sabe cuántas asignaturas diferentes a lo largo del curso si una vez desprovisto del libro no sabe cómo actuar?

No podemos esperar nada, no habrá mejorado nada, y no servirá de nada. Un ser inútil y sumiso ante un totalitarismo amable. Sumiso ante la familia, respecto al padre y la madre; sumiso ante la pareja, respecto al otro; sumiso ante la escuela, respecto a los compañeros, el modelo, el profesor y la línea ideológica dominante; sumiso ante el trabajo, respecto al jefe, el horario, el beneficio y la productividad. Y aún así, conscientes como somos, porque la vida no es fácil y yo me deslomo para que puedas tener todo lo que tienes y me pides sin saber si realmente lo necesitas o no, aún así, esperamos formar seres humanos con conciencia democrática.

El resultado, y lo estamos constatando diariamente, es la formación de un conjunto de ciudadanos-súbditos incapaces de actuar de manera autónoma, una gran masa apática, acomodada, resignada, inexpresiva, carente de interés por el entorno.

¿Pero cómo es posible si hemos establecido unos criterios educativos que nos permiten cuantificar numéricamente el éxito y el fracaso? ¿Cómo es posible si en las estadísticas aún hay más aprobados que suspendidos? ¿Y cómo es eso posible si el centro de mis hijos aparece en un prestigioso ranking nacional?

¿Acaso habéis visto las programaciones que se cuelgan en las páginas webs de los centros de enseñanza (al menos de aquellos que lo hagan)? Todo es relleno, todo es palabrería decentemente adornada por las mentes pensantes de los ministerios para hacernos ver la cantidad de cosas que aprenderán los chavales. Pero nos engañamos, no nos engañan, porque ¿Quién enviaría a su hijo a un centro que reconociese educar para el servilismo?

Al final, al margen de los rankings, de lo público, privado o concertado que sea un centro, el objetivo último es crear un producto estandarizado fácil de evaluar estadísticamente. Y para eso están los exámenes, iguales para todos, sea como sea el alumno.

Como dijo Einstein, más o menos, «no todo lo que cuenta puede contarse, y no todo lo que puede contarse, cuenta«.